Cerca del monasterio de Pedralbes, al otro lado de la Ronda de Dalt y a los pies de la sierra de Collserola se encuentra un espacio realmente singular. No son unos jardines, tampoco un parque; le cuadraría mejor la definición de bosque urbano. Más de 17 hectáreas de terreno forestal, con unas mínimas intervenciones humanas, que se ha convertido en uno de los últimos entornos vírgenes que todavía presenta el mismo aspecto que debía de tener Barcelona antes de ser urbanizada.
Al parque de la Oreneta se puede acceder por el camino de Can Caralleu, por el pasaje de Biada y por el lateral de la Ronda de Dalt. Dos sendas corren paralelas cruzando este paisaje, por las que transitan la mayoría de los visitantes, aunque ofrece otros itinerarios más personales para los que les guste perderse un poco por la montaña. En varios de estos senderos se indican las especies vegetales que podemos encontrar, todas ellas autóctonas. Pueden verse pinos carrascos y piñoneros, encinas, robles, acebos, madroños, lentiscos y retamas. Huele a romero y a tomillo, mientras se recuerda el pasado agrícola de este entorno con la presencia de olivos, almendros y naranjos. Las piezas más cuidadas del parque son dos enormes árboles -un eucalipto y un cerezo de Santa Llúcia-, catalogados de interés local.
Si no tienen prisa, les aconsejo que se detengan a tomar aire en alguno de los miradores que salpican este campo asilvestrado. En el punto más alto se obtiene una estupenda perspectiva de Barcelona con el mar al fondo, que abarca desde Sant Adrià hasta El Prat. Quizá este punto, situado bajo un gran algarrobo, diera nombre a este lugar, pues la panorámica se asemeja a la que tendría un pájaro en vuelo. Sin necesidad de extender las alas, un matrimonio mayor se toma un refresco en el vecino bar, todavía asombrados por la majestuosa sensación de paz que se siente aquí.
Llama la atención la gran cantidad de áreas habilitadas para los juegos de los más pequeños, algunas con mesas de pimpón y zonas para comer. Cruzan por mi lado un grupo de senderistas que van cargados con mochilas y bastones. Unos metros más allá, una familia vestida de domingo disfruta de la sombra vertical de un grueso ciprés. Hay ciclistas, fotógrafos aficionados y algunos escolares de vacaciones que parecen haber huido de tanto examen. Siguiéndoles, llego a una estación de tren llamada Oreneta. Esto no es el Tibidabo, no estoy en una atracción de feria, sino ante una vía de verdad que se extiende aproximadamente un kilómetro por un paisaje supuestamente agreste. Según me informan lleva aquí desde 1981, cuando diversos aficionados a los ferrocarriles de Barcelona y Sabadell decidieron reproducir una locomotora en miniatura para dar paseos. Actualmente cuentan con 11 locomotoras de vapor, gasóleo o eléctricas y de 12 vagones en los que pueden viajar los niños con sus padres. Si no fuese por el tamaño, sería fácil pensar que estamos ante una línea férrea de verdad. Cuando está en funcionamiento -los domingos, desde las once de la mañana hasta las dos de la tarde-, permite hacer un recorrido que atraviesa dos puentes, tres túneles y un viaducto. Según leo en un cartel, por aquí también hay una pista hípica, donde enseñan a montar con ponis.
Como las golondrinas cuando llega el buen tiempo, los caminos de esta montaña se llenan de voces y de gritos, de gente que juega o pasea, de personas que miran a la lejanía y lanzan un suspiro. Es fácil soñar con volar en este punto elevado sobre el llano de Barcelona.
Publicado en el diario El País
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