Miguel Ángel García Vega
El fabricante de semillas transgénicas deja de lado Europa y se centra en los mercados de China y América Latina
Es una de las expresiones más virulentas del efecto mariposa de la
historia de la agricultura. La aparición de trigo modificado
genéticamente en una granja de Oregón (Estados Unidos) se ha
transformado en una onda sísmica cuya magnitud aún se desconoce. Lo
cuantificable es que en las planicies de ese Estado se investiga si
crece el trigo transgénico. Son campos de cereales que el aire mece como
un arpa de hierba. Pero, a pesar de su belleza, ese cereal no debería
enraizar ahí. Está prohibido.
A esos parajes lo llevó (entre 1998 y 2005), al igual que a otros 15
Estados, Monsanto, el principal fabricante de semillas genéticamente
modificadas del mundo. Aunque nunca obtuvo la aprobación del
Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA), quien, por el
contrario, sí permite el maíz, la soja o el algodón. Se supone que en
2005 la empresa había concluido sus pruebas de campo con una planta cuya
singularidad es que incorpora un gen que le permite soportar el Roundup
Ready, un potente herbicida formulado con glifosato que vende la propia
Monsanto.
Pero, por sorpresa, se ha hallado una cepa de trigo alterado en
Oregón. Y como primera medida, la Unión Europea y Taiwan han puesto bajo
vigilancia las importaciones de trigo estadounidenses mientras que
Japón y Corea del Sur las bloqueaban. “Es como el síndrome de las vacas
locas y la carne”, advertía Tim Hannagan, analista de cereales de Walsh
Trading en Chicago. Si la alteración genética se encuentra en otros
Estados, las consecuencias económicas resultarían tremendas para este
cereal y los agricultores. “Seguramente sería rechazado por casi todos
los países que habitualmente lo importan”, aventura Mike Adams, editor
de Natural News.
Por eso, Monsanto busca estos días con insistencia la respuesta a una
sola pregunta: ¿cómo ha llegado hasta allí? La empresa habla de
sabotaje o de accidente tras analizar 30.000 muestras de 50 variedades
que representan el 60% del trigo blanco de Oregón y Washington. “Es un
hecho aislado, que parece dirigirse hacia la mezcla accidental o
premeditada de una pequeña cantidad de semillas durante la cosecha de la
siembra o en el ciclo de barbecho de un campo individual”, declaraba la
compañía a la agencia Reuters. En esta tesis incide, a través del
correo electrónico, Carlos Vicente Alberto, responsable de
Sostenibilidad en Europa y Oriente Próximo de Monsanto: “Nuestras
evaluaciones internas sugieren que ni la semilla que queda en el suelo
ni el flujo de polen de trigo sirven como una explicación razonable”. Y
niega que el cereal haya entrado en la cadena comercial.
Habrá que esperar a los resultados de las pruebas. Pero estas
declaraciones, con un evidente tono auto exculpatorio, buscan blindarse
frente a posibles demandas multimillonarias por parte de los
agricultores perjudicados por esta fuga.
Todos estos problemas empeoran la ya castigada reputación de una
compañía que para muchos juega a ser Dios en el jardín de las casas del
mundo. Es fácil entender de dónde procede esa animadversión. A Monsanto
le debemos el Agente Naranja (el herbicida que deforestó la selva de
Vietnam en los años sesenta) y la hormona sintética somatotropina bovina
(la Unión Europea prohíbe la leche de vaca tratada con ella). ¿Cómo
puede sobrevivir una compañía a este pasado? Es más. ¿Cómo le va tan
bien?
En una década, la acción de Monsanto se ha revalorizado un 1.400%,
tiene ahora mismo 2.500 millones de dólares (1.900 millones de euros) en
caja para gastar; junto con Dupont y Syngenta controla el 53% del
mercado mundial de semillas, y su presidente, Hugh Grant, aseguraba hace
pocos días que este ejercicio espera “que los beneficios crezcan un
20%”. De hecho, los analistas de Goldman Sachs calculan que en 2015 la
empresa de transgénicos facturará 17.422 millones de dólares (13.200
millones de euros) frente a los 13.516 millones actuales.
El negocio, para Monsanto, florece. A costa, eso sí, de una imagen
pública marchita. Tanto que hace pocos días, las calles de 52 países
vivían manifestaciones en contra de la firma y los alimentos
transgénicos.
Un ruido que no frena a la empresa. Pues sigue con su estrategia de
acordeón: crece con fuerza en mercados como América Latina y Estados
Unidos, y se repliega allí donde su mala reputación les precede. De
hecho, acaban de anunciar que no presentarán más solicitudes de patentes
de sus semillas transgénicas en la Unión Europa. “No existe suficiente
demanda de los agricultores, y esta tecnología no tiene una aceptación
mayoritaria entre el público. Carece de sentido luchar contra molinos de
viento”, avanzaba un directivo de Monsanto la semana pasada.
Sin embargo, la retirada de Monsanto plantea recelos. “Es falso que
la compañía se vaya de Europa porque no ha retirado ninguna, de las
muchas, patentes que tiene ya solicitadas. Quitarán algunas oficinas,
pero se trata de un repliegue cosmético”, critica Juan-Felipe Carrasco,
miembro de la consultora medioambiental Salvia, quien recuerda que la
empresa ha comentado que se mantendrá en aquellos países en los que
tenga “respaldo político”. Por ahora en Europa continental solo España y
Portugal permiten su maíz (MON810) genéticamente modificado.
“Los europeos han hecho de los transgénicos, y del etiquetado de los
productos, un tema político, y por eso Europa resulta un lugar difícil
para que Monsanto haga negocios”, observa Darcey O’Callaghan, directora
internacional de Food & Water Watch. De ahí su interés por
Argentina, Paraguay, Uruguay o Brasil, donde el algodón, la soja y el
maíz biotecnológico copan 65,3 millones de hectáreas.
En particular, la soja tiene un gran recorrido. Brasil, Argentina y
Paraguay ya han aprobado su semilla transgénica Intacta RR2 Pro,
resistente a varios lepidópteros. Sin embargo, el gran aldabonazo puede
llegar si finalmente China aprueba la importación de Intacta. Sería
abrir la puerta a Monsanto a un mercado donde solo crecen cuatro
millones de hectáreas de cultivos transgénicos.
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